Si hablamos de comunicación digital, cada palabra cuenta. Lo que decimos —y cómo lo decimos— puede fortalecer o arruinar por completo una marca. Y no hay mejor ejemplo de esto que la historia de un empresario brillante que perdió todo por una broma de mal gusto.
En los años 80, Gerald Ratner heredó el negocio familiar: una pequeña cadena de joyerías en el Reino Unido. Lejos de quedarse con el modelo tradicional, tuvo una visión disruptiva para su época: ofrecer joyería barata, en gran volumen y para las masas, manteniendo la apariencia de lujo. Mientras el sector joyero seguía apuntando al prestigio y la exclusividad, Ratner apostó por precios bajos, locales en centros comerciales, escaparates llamativos y una estrategia comercial muy agresiva. ¿El resultado? Un éxito arrollador.
Bajo su dirección, Ratners Group se convirtió en la cadena de joyerías más grande del Reino Unido, y llegó a controlar más del 50% del mercado de joyas del país. Gerald estaba viviendo el sueño: los locales se multiplicaban, las ganancias se disparaban y su figura se consolidaba como la de un visionario. Se convirtió en símbolo de éxito, invitado a eventos prestigiosos y referencia obligada en el mundo de los negocios.
Le estaba yendo increíblemente bien. Tan bien, que sintió que podía decir cualquier cosa. Y eso hizo.
El error que lo cambió todo
Durante una conferencia ante empresarios en el Royal Albert Hall, con miles de personas presentes, Gerald quiso romper el hielo haciéndose el gracioso. Mostrando uno de sus productos estrella —un par de aros vendido a menos de una libra— dijo literalmente:
“Es más barato que un sándwich de camarones… pero probablemente el sándwich dure más.” Y siguió, llamando a varios de sus productos una porquería total (“total crap”), riéndose de la calidad baja y de los clientes que los compraban, como si su éxito se basara en tomarles el pelo.
Fue un chiste. Uno que hizo reír a varios en la sala. Pero no al resto del país. Cuando sus declaraciones salieron publicadas al día siguiente, los titulares lo destruyeron.
Las consecuencias fueron inmediatas y brutales: Los clientes se sintieron estafados, burlados y dejaron de comprar. Las acciones de la empresa se desplomaron, perdiendo alrededor de 500 millones de libras en valor. Las ventas cayeron en picada y la marca quedó asociada al engaño.
Ratner fue removido de su cargo como CEO en 1992. La compañía, para sobrevivir, tuvo que cambiar de nombre: de Ratners Group pasó a llamarse Signet Group, en un intento desesperado de limpiar su reputación. Y así fue como, de un momento a otro, quien había sido el rey de los negocios terminó convertido en un ejemplo de lo que nunca debe hacerse en comunicación corporativa.
Este episodio podría parecer un caso aislado, un mal cálculo de ego, un error puntual. Pero si lo miramos con ojos actuales, es más relevante que nunca.
Porque hoy, en plena era de la comunicación digital, todos —empresas, marcas personales, emprendedores— estamos constantemente tentados a llamar la atención. A hacer ruido. A ser “el distinto”. A decir algo que nadie más se anime a decir. ¿Y si eso funciona? ¿Y si nos volvemos virales? ¿Y si nos volvemos… inolvidables?
La delgada línea entre la audacia y la imprudencia
Vivimos un contexto donde destacar parece ser la única opción viable. Si no impactás, no existís. Las redes sociales, los algoritmos, la competencia feroz… todo empuja hacia una necesidad constante de sobresalir. Y en ese intento, muchas marcas cruzan una línea peligrosa: sacrifican el respeto, la coherencia o incluso su propia credibilidad, con tal de captar la mirada.
Algunos lo hacen con provocaciones innecesarias. Otros, con mensajes confusos en nombre de la autenticidad. Y otros simplemente se pasan de sinceros, creyendo que “decir las cosas como son” es siempre la mejor estrategia, sin medir el contexto, la audiencia, ni las consecuencias.
El problema es que una marca no se construye solo con buenas ideas o productos interesantes. Se construye con confianza. Con un vínculo emocional que se cultiva con el tiempo. Y ese vínculo es mucho más frágil de lo que parece.
Un comentario desafortunado y hasta una respuesta arrogante en redes pueden romper, en segundos, lo que llevó años construir.
¿Qué nos enseña esta historia sobre la comunicación digital?
El ocaso de Ratner, aunque sucedió hace décadas, se volvió un ejemplo clásico de lo que puede fallar cuando no hay estrategia ni conciencia detrás del branding de una marca. Hoy, en plena era de la comunicación digital, los errores no se olvidan ni desaparecen. Se viralizan. Una mala decisión puede recorrer el mundo en segundos. Y por eso, la forma en que hablamos —en un vivo de redes sociales, posteos, blogs o cualquier otro medio— no es un detalle técnico: es parte del corazón de cualquier marca.
Gerald Ratner no fue cancelado por un escándalo externo. No fue víctima de un complot ni de una crisis de reputación injusta. Se arruinó solo, porque confundió éxito con impunidad. Y no entendió que, incluso en el mejor momento, una marca sigue siendo vulnerable si pierde el respeto de su público.
Ojo, no se trata de volverse tibios ni de tener miedo a hablar. Al contrario.
Entonces… ¿cómo destacar sin cruzar la línea?
Una buena comunicación de marca necesita identidad, necesita carácter, necesita convicción. Pero también necesita inteligencia emocional. Necesita estrategia. Y necesita algo que muchas veces se subestima: criterio.
El criterio es básico para entender cuándo una frase que suena graciosa en privado puede destruir tu credibilidad en público. Para saber cuándo una provocación suma valor, y cuándo solo te convierte en ruido. Es importante para construir una voz propia que sea auténtica, sí, pero también empática, respetuosa y alineada con los valores que querés representar.
En un mundo donde todos compiten por atención, la verdadera diferencia no está en quién grita más fuerte, sino en quién sabe decir lo justo, en el momento correcto, de la manera más honesta y consciente posible. No hay una fórmula mágica para manejar tu comunicación digital. Pero sí hay algunos principios clave que pueden servir como brújula, sobre todo cuando una marca o vocero necesita diferenciarse sin traicionar su esencia ni poner en riesgo su reputación.
Coherencia, respeto y paciencia: el verdadero branding
Primero, es importante entender que la provocación no es la única vía hacia la originalidad. Ser interesante no implica necesariamente ser irreverente. A veces, lo más disruptivo que puede hacer una marca es hablar con sencillez, con verdad, con profundidad, en un contexto donde todos están gritando o intentando impresionar.
Lo que realmente genera conexión es la autenticidad combinada con sensibilidad. No alcanza con ser vos mismo; tenés que ser vos mismo en diálogo con el otro. Una comunicación digital eficaz no es un monólogo egocéntrico; es una conversación que entiende a quién tiene enfrente.
Entonces, el primer ejercicio es cambiar la pregunta. En vez de “¿cómo digo algo impactante?”, tal vez lo más estratégico sea preguntarse: “¿Qué necesita oír hoy mi comunidad para confiar más en mí?”.
La confianza es el verdadero diferencial. La voz propia, el estilo, la chispa, todo eso suma —pero nada de eso compensa si el vínculo se quiebra. Porque en el fondo, las personas no buscan marcas perfectas, buscan marcas que se hagan cargo; que sepan lo que representan y actúen en consecuencia. Y acá entra otro concepto fundamental: coherencia.
Podés ser gracioso, irónico, informal, serio, técnico o emocional… siempre y cuando eso sea coherente con tu identidad. El problema aparece cuando una marca juega a ser algo que no es, solo por ganar atención. O cuando improvisa una personalidad solo para una campaña puntual, y luego no puede sostener ese tono sin contradecirse.
La coherencia no significa rigidez. Podés evolucionar, podés probar nuevos formatos, podés adaptar tu lenguaje a distintos públicos. Pero hay una base que no debería moverse: tus valores. La forma en la que tratás a tu audiencia. Lo que estás dispuesto a decir… y también lo que elegís no decir. Esto nos lleva a la siguiente clave: el respeto.
Y cuidado: no hablamos de “ser políticamente correcto” en el sentido superficial del término. Hablamos de tener conciencia del impacto que pueden tener tus palabras. De no usar a tu audiencia como blanco de bromas. De no subestimar la inteligencia del otro. Tené presente que el respeto no te hace menos creativo, te hace más inteligente. Porque cuando respetás, entendés. Y cuando entendés, comunicás mejor.
El punto es este: diferenciarse no es una cuestión de volumen. Es una cuestión de profundidad. No se trata de qué tan fuerte hacés sonar tu mensaje, sino de qué tan claro, honesto y significativo es ese mensaje para quienes lo reciben.
Y eso requiere algo que muchas veces se pasa por alto en los manuales de branding, y la última clave que mencionaremos hoy: la paciencia. Construir una voz propia lleva tiempo. Hay que observar, escuchar, probar, ajustar. Y sobre todo, hay que tener el coraje de sostener una identidad, incluso cuando las modas o las métricas sugieren atajos más ruidosos.
Especialmente en tiempos donde la comunicación digital define gran parte de nuestra imagen pública, sostener una voz clara y genuina puede ser la diferencia entre construir una marca duradera o desaparecer en el montón. Porque si algo nos enseñó Gerald Ratner, es que el éxito comunicacional no depende solo de captar la atención. También depende —y quizás mucho más— de saber conservarla.